24 de septiembre de 2013

Ficciones Etimológicas

Definida la ficción etimológica: el resultado de indagaciones erróneas en las raíces de las palabras.
Aunque el investigador reconoce su falla continúa, porque es presa de una pasión diferente, la pesquisa de un mundo extrañamente imposible.

Se da paso a las propuestas que nuestros reporteros han realizado, porque la ficción crea realidad, mucho más cuando se esconde tras los sustentos de lo que creemos verdadero.

Las tradiciones de mi familia consisten en la traición personal para obtener el bien comunal, de este modo llevamos a través de generaciones lo que nos es inherente pero no nos pertenece.
En el árbol genealógico de mi familia corre la sangre de la traición.  No somos quienes deberíamos ser; cada día devenimos una esencia que brota de nuestras raíces, regadas por todos aquellos quienes desean consumirnos; de tal modo, a medida que nos siembran necesidades aquellos van saciando las propias.  Es decir, en mi árbol familiar ya no nacen bebés y hombres del mañana, se producen necesidades impropias para satisfacer necesidades inventadas.

Monólogo de una mujer esperando a que el agua hierva - Alejandro Vega Carvajal

Imagen tomada de: weblogs.clarin.com/data/estas/archives/cocina%20del%20chaco.jpg

Esperando a que el agua yerva se me ha ocurrido una carajada.  Una surronada como decía el Vítor.  Ay, como él decía.  Mi mijito está muy solo desde que su taita se nos fue.  Ya él parece otro.  Me refiero a mi mijito, a Bairon.  No yerve el agua en esta verraca estufa.  Tiene más fuego mi cuerpo y eso que está frío, atolondrado.  Estoy pasmada.  Es que, vea pues le cuento: estoy buscándole un papi al Bairon, pero no cualquiera, un papi rico que me haga sentir rica.  No estoy pensando en la neta.  Nunca la he tenido en cuenta, es que, definitivamente, lo que no es para uno para qué buscarlo.  A la neta me le hago la bruta…desde que tenga para el huevo diario, y el par de papas de vez en cuando, me acuesto tranquila.  Lo siento es por Bairon.  Él tan inocente, tan indefenso, tan tierno.  Tan sonso y tan güevón.  Con diecisiete años y no se ha machacado ni las manos.  Digo, machucar.  O como se diga.  El caso es que… es que… él es muy solo.  Un cusumbo solo.  Pobrecito del Bairon.  Debería hacer que su agua yerva.  Que la ponga en bajo por lo menos.  A ver si algún día se le prende esa vergüenza.  La que tiene colgando.  La que tienen todos los muchachos.  La que tienen el Jose, el Santiago, el Guille.  Ay, la que tenía el Vítor.  Por qué te fuiste.  Te largaste.  Agradecé que te fuiste para el cielo.  Si no, aquí te paría mil veces, mal nacido.  De para atrás.  Al revés.  Por los pies.  De nalgas.  Enroscado.  Y así infinitamente hasta llegar a mil.

Esta estufa no va a calentar.  Ni siquiera la olla de agua; mucho menos a mí.  Pero si me siento en ella me friego la nalga y sigo pasmada.  Fría y cagando maluco.  No faltaba sino eso.  Ay, Bairon, mijito.  Mi culicagado hermoso.  Voy a buscarte un papá.  El que mejor me yerva.  Que me haga yerva buena.  Que sea bien desvirgonzado.  Eh, cómo es que se dice: ¿desvirgado? Ah, no: desvergonzado.  Que hable de todo.  Incluso que toque temas sensuales.  Digo, sexuales.  El caso es que toque el sexo.  Pero que lo sepa tocar.  

Ay, Bairon, mijito, venga cuide esta agüita que ya vengo.  Espere a que el agua yerva y apaga esa estufa.  Pero esté pendiente que si no, toca volver a empezar.  Y Don Jacinto ya… digo, quiero decir, voy donde Jacinto por unos huevos para el caldo y ya vengo.  Espéreme a ver

El Sercito* - Kenny Cristian Díaz Bayona

Tomado de: www.galeriablanc.cl

Siento la solidez de mi cuerpo, y en él esparcido el ser que me define. Desde el cráneo soy y me defino con cada tramo enervado. Esta masa estriada es lo que soy y es quien escribe. Como un árbol con apariencia de esponja marina, mi “yo” tangible se extiende con raíces extremadamente sensibles hasta el ápice de mis dedos. Soy eso, y no soy eso, porque ese mismo órgano que soy no se totaliza a sí mismo, sin importar que haya ido aprendiendo a concebirse como el epicentro de mi identidad. Aún no me satisfago (o me rehúso a aceptarlo) y genero por tanto otra señal, ya no para que la biomáquina que me contiene tenga sexo, coma o vaya al baño, sino para que sienta allí, a la altura del pecho, desde el estómago hasta la laringe, una sensación de caída constante en un precipicio interno y sin fin; algo que se denomina “vacío existencial”.

Esa es la sensación sufrida por una consciencia1 que no tiene clara su ubicación exacta en el “todo” del individuo del que hace parte. No sabe dónde reside: si en la cabeza, en la masa latiente, vertida en el envase del cuerpo o conectado a este pero flotando en un plano invisible. Según la Ciencia, todas las emociones humanas, como el amor, el odio, el miedo, la ira, la alegría y la tristeza, están controladas por el cerebro. Dado que esto es un hecho estudiado y soportado por evidencias contundentes, toda nuestra personalidad reside entonces allí, y por tanto, aquel órgano con su lenguaje de impulsos eléctricos y todo un coctel químico de neurotransmisores y receptores, nos inventa y nos crea, definiendo lo que somos y como somos. Así, la materia orgánica, frágil y con un final escrito por el apetito de las larvas, los gusanos y las moscas, concibe un ser “inmaterial” que es capaz de proyectarse por sobre el tiempo y el espacio.

Sin embargo es difícil digerir tal idea…la idea de ser sólo eso; que nuestro innato orgullo metafísico se vea delimitado al punto de una masa nerviosa, cuando tenemos miles de años de concebirnos como seres expandidos en el cosmos, casi al punto de la inmortalidad, con los ojos puestos en los cielos y elevando nuestra existencia a otro plano, que aunque invisible e intangible, creemos más absoluto que este. De esto se han encargado muy bien todos los dogmas místicos, los cuales hemos engendrado a partir de nuestros “vacíos existenciales”, nuestra ignorancia y nuestros temores, especialmente a la muerte. De esto se siguen alimentando, aún en nuestra era de robots y máquinas autónomas, y se alimentarán hasta que llegue el día en que todos los misterios sean aterrizados por explicaciones sólidas. Así nos vamos yendo hasta perder el miedo y quedar desnudos de tabús y libres de juicios sin soporte práctico, tal vez al punto de perder nuestra esencia humana o reinventarnos en otro tipo de conciencia², como de hecho ya está sucediendo.

He llegado a pensar que nuestra consciencia, es en realidad un ser diminuto sentado en el interior de esa masa encefálica que le sirve de centro de comando. Es ese sercito inmaterial del “yo”, el que interactúa con el entorno, haciendo uso del cuerpo en el que haya despertado, y se va sumergiendo así en esta realidad a medida que experimenta el evento de la “existencia”, hasta el día en que su elaborada biomáquina deja de funcionar. Sucedido esto, toda esa estructura biológica con huesos como vigas, ligamentos como alambres, órganos como sistemas especializados, nervios como circuitos, sangre como fluido funcional y compuestos químicos como reguladores, se descompone hasta elementos fundamentales (carbono, nitrógeno, hidrógeno, oxígeno, etc.) y sabrá quién sabe quién a dónde va a parar el sercito aquel.

Hasta que la muerte nos separe, el sercito aquel que somos, controla su carnoso aparatejo, a la vez que este también lo altera y descontrola; una admirable asociación simbiótica, a veces armoniosa, y a veces caótica, entre el “yo” intangible y el cuerpo palpable. Una fusión majestuosa, a veces total, a veces parcial, entre el mundo de las ideas y el de la biología. Un matrimonio (con sus lunas de miel y sus divorcios), donde la ley del cuerpo es la de los instintos, y la de la consciencia, cualquiera que inevitablemente haya adquirido el individuo debido a la exposición a influencias de tipo social (familiares, culturales, morales o religiosas), o por elección propia, o inclusive por invención de parámetros inéditos, a veces exóticos o poco convencionales, en comparación a la conciencia colectiva que establece qué es, o qué no es lo “normal”. Como pueden ver, es más simple determinar lo que rige nuestra dimensión biológica, que precisar los múltiples efectores que nos confieren identidad, personalidad y por consiguiente individualidad. En cualquier caso, el producto final arrojado al mundo, es la suma de un cuerpo y de un “yo” intangible; eso es lo que nos encontramos realmente en el prójimo toooodos lo días, y en nosotros mismos cuando nos vemos al espejo.

Siento la solidez de mi cuerpo, y en él esparcido un ser que se define desde la subjetividad. Es más veraz la manzana del árbol cayendo, que mi propio “yo” mutable, fabricado por otros y por mí, que flota en el invisible mundo de las ideas y de las convenciones y que a veces se asoma a este mundo sólido a través de la acción corpórea. En este mismo cuerpo que tengo, podrían haber habitado mil “Kennys” distintos, si mi cerebro se hubiera desarrollado mil veces de forma diferente y si factores como mi entorno, mi alimentación, mi salud, mi contexto social y mis vivencias, hubieran sido mezcladas mil veces de forma distinta. Así, el sercito que soy, se lo debo también al azar, o a quien sea que mezcla todos los factores y decide por nosotros cómo perfilar un nuevo ser humano.
                                                                                               
*Me permito la invención y uso de esta palabra a falta de un término en diminutivo para la palabra “SER”.
2. Consciencia con “S” es el conocimiento de sí mismo. La consciencia define al ser. Se es consciente de sí mismo y de lo que nos rodea con base a lo que uno es. Otra definición es la que asocia la consciencia a un estado de unión con la vida universal. Es una expansión continua, igual que el universo.
3. Conciencia con “C” es el conocimiento de lo que nos rodea, con base a los órganos de los sentidos. En sentido moral, el cual se emplea aquí, conciencia es la “capacidad de distinguir entre el bien y el mal” (el Pepe Grillo de Pinocho). Así, cabe en contextos como: “tener mala conciencia”, “remordimiento de conciencia”, “no tener conciencia”, etc.