27 de octubre de 2013

Despedida - Jacobo Betancur Peláez



Simplemente no podían escapar, estaban atrapadas en medio de esas asfixiantes fauces. Ese río que horas atrás corría casi como un lago se había vuelto turbio, feroz e inmenso.
Vio como se le iba el alma con ella. No pudo resistir más. Esas pequeñas manos se deslizaron de una forma tan agónica, que parecía inminente su muerte.
Sus ojos no lo olvidarían nunca. Esa maldita impotencia de ver a su hija envuelta en un capullo del que jamás saldría, verla luchando por el aire, ver sus diminutos ojos barnizados de temor buscando ayuda. No pudo hacer nada, ni siquiera saltar con ella y unirse a ese vals frenético con la muerte.

Después de ese día se iría apagando lentamente. Eloisa había perdido a su hija de cuatro años. El tiempo nunca borró de su cabeza el olor a selva. Era inevitable, esa fusión entre la humedad, el calor y la putrefacción, tan penetrante que todas las noches antes de dormir lo habría de sentir.

Se supo despierta una madrugada  sin poder dormir. Se preparó un café y abrió su ventana. Eran las tres de la mañana, hacía frío y su apartamento aún estaba en penumbras: esa vez no le importó nada, se sentó en la cornisa de su ventana y comenzó a beber su café de a sorbos pequeños, sus ojos se deslizaban por el horizonte silencioso de la ciudad. Vio  la luna quieta y brillando con fuerza, se sumergió en el vacío glacial del firmamento. Observó con detalle cómo las calles diseñadas para un frenesí de automóviles y peatones estaban vacías, alojando  la brisa y  un silencio que parecía infinito. Vio como las luces de la montaña formaban un mosaico titilante que se abría ante sus ojos y ante el cielo.

Esta vez no tenía ningún afán, ninguna excusa, eran solamente ella y la noche. Estuvo así por más de una hora. Luego bajó de la ventana y abrió un vino que tenía guardado para una ocasión especial. Se sentó en el suelo, se sirvió una copa y encendió la radio.
Escuchaba su emisora preferida que emitía Jazz toda la noche.
Se acostó por completo y dejó que ese néctar añejo semiseco jugueteara con su paladar. La música, llena de pasión, la mecía. Empezó a quitarse la ropa con suavidad hasta quedar  desnuda en el crepúsculo. Sin ninguna prisa, flotando en el aire, fue a la ducha.

Cada gota, víctima de la inercia, caía y se esparcía por su piel como un bálsamo lavador de recuerdos. Esa noche Eloisa se envolvió en un capullo, igual que su hija hizo hacía tanto tiempo, solo que esta vez salía de sus venas. Cuando el sol salió supo que esa tormenta carmesí de donde brotaba su espíritu bailaría para siempre ese vals al que su hija  se había unido.  

Despertó… Era demasiado cobarde para soñarlo.

1 comentario:

  1. Buena trama y argumento, su ritmo te envuelve y ves dibujada cada escena...

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