29 de febrero de 2012
Levántese y siga
RELATO DE UN EVENTO CON APLICACIÓN GENERAL
Muere un ser querido, el ser querido de alguien…un extraño mío. Tendido en la calle como si cualquier cosa, con un trapo rojo sobre su inexistente cabeza que yace por pedazos indefinidos e irreconocibles sobre la regional. Muere dando un estrepitoso y rojizo espectáculo sobre la calle, abrazando con un brazo mal dispuesto lo único que pudo en su último y fugaz momento: una moto azul, amiga, vehículo y último aposento. Así, dándose cuenta solo por un infinitesimal momento, dejó este plano de “biomáquinas” conscientes y ofreció al público rodante y bípedo un espectáculo de horror, sorpresa, silencio, morbo, repugnancia y lamentación.
A mi me recordó lo frágiles que son nuestros cuerpos, cálices blandos, rojos, fluidos, nervados y vertebrados de nuestra consciencia. A los motorizados les quedó una imagen “viva” de los riesgos que se corren cuando se vuela confiándole la vida a una máquina. A los transeúntes curiosos se les revolvió el estomago por retar su capacidad mental de tolerar estímulos tan intensos asociados al asco. A pasajeros del bus rojo de caldas, en el cual viajaba yo, se les volteó la cabeza ante la radiación insoportable de un cuerpo decapitado, esquivando así el estimulo vermífugo y emético. Otros, se atrevieron a mirar, y entre esos yo, que si no fuera por eso no estuviera ni reflexionando ni escribiendo esto.
Al bajarme un poco más adelante en botero soto, pagué mi pasaje al conductor, y este me devolvió mal. Doscientos pesos le faltaron, pero su mano y su voz temblorosa, me dejaron en claro que no se encontraba muy estable como para pensar en doscientos miserables pesos, y así se esfumó cualquier impulso de reclamo. Y es que a todos nos aturde encontrarnos de choque con la volatilidad de nuestra existencia, materializada en la tragedia de la muerte, tanto más cuando es espantosa y carente de la forma que concebimos como digna.
Una vez sobre la calle, debí dirigirme hacia mi lugar de trabajo, sin tiempo para detenerme a digerir lo sucedido y regalarme un momento para sentarme pensativo, y solidarizarme con el fallecido por lo menos a través de una tristeza o una depresión amiga. De seguro no solo yo, sino todos los pasajeros que viajaban en pro de una responsabilidad, debieron haberse sentido de manera semejante. Un poco de indiferencia obligada bajo la presión de cada realidad individual, invadida por los deberes y necesidades propias, que ante el funesto evento observado, debieron parecer ridículas y falaces.
Esta maquinaria imponente de la existencia, emana con fuerza sobrehumana vientos ineludibles, y no respeta muertes, enfermedades, divorcios, crímenes, abandonos, corazones rotos o tragedias de cualquier tipo, sin importar la intensidad que tengan. Nuestras necesidades biológicas no entienden de eventos y tarde que temprano cuando mínimo nos da hambre. Y nuestra realidad individual ataviada de compromisos a penas nos permite respirar, porque al fin y al cabo hay que cumplir, hay que responder, hay que producir o simplemente satisfacer a los otros que todavía respiran y que esperan siempre algo de nosotros (jefes, madres, padres, novias, novios, esposas, esposos, hijos, amigos, mascotas, etc.).
Y al final, claro está, con cierta vergüenza y resignación muda, se cumple en nosotros el frívolo adagio popular que dice: “el muerto al hoyo y el vivo al baile”. Y el muerto no necesariamente entendido sólo como una persona; también las ilusiones o ideas, como el amor por ejemplo, pueden morir. Y a la final, después del debido duelo que se haga a nuestros “muertos”, solo queda una cosa por hacer: levántese y siga.
A mi me recordó lo frágiles que son nuestros cuerpos, cálices blandos, rojos, fluidos, nervados y vertebrados de nuestra consciencia. A los motorizados les quedó una imagen “viva” de los riesgos que se corren cuando se vuela confiándole la vida a una máquina. A los transeúntes curiosos se les revolvió el estomago por retar su capacidad mental de tolerar estímulos tan intensos asociados al asco. A pasajeros del bus rojo de caldas, en el cual viajaba yo, se les volteó la cabeza ante la radiación insoportable de un cuerpo decapitado, esquivando así el estimulo vermífugo y emético. Otros, se atrevieron a mirar, y entre esos yo, que si no fuera por eso no estuviera ni reflexionando ni escribiendo esto.
Al bajarme un poco más adelante en botero soto, pagué mi pasaje al conductor, y este me devolvió mal. Doscientos pesos le faltaron, pero su mano y su voz temblorosa, me dejaron en claro que no se encontraba muy estable como para pensar en doscientos miserables pesos, y así se esfumó cualquier impulso de reclamo. Y es que a todos nos aturde encontrarnos de choque con la volatilidad de nuestra existencia, materializada en la tragedia de la muerte, tanto más cuando es espantosa y carente de la forma que concebimos como digna.
Una vez sobre la calle, debí dirigirme hacia mi lugar de trabajo, sin tiempo para detenerme a digerir lo sucedido y regalarme un momento para sentarme pensativo, y solidarizarme con el fallecido por lo menos a través de una tristeza o una depresión amiga. De seguro no solo yo, sino todos los pasajeros que viajaban en pro de una responsabilidad, debieron haberse sentido de manera semejante. Un poco de indiferencia obligada bajo la presión de cada realidad individual, invadida por los deberes y necesidades propias, que ante el funesto evento observado, debieron parecer ridículas y falaces.
Esta maquinaria imponente de la existencia, emana con fuerza sobrehumana vientos ineludibles, y no respeta muertes, enfermedades, divorcios, crímenes, abandonos, corazones rotos o tragedias de cualquier tipo, sin importar la intensidad que tengan. Nuestras necesidades biológicas no entienden de eventos y tarde que temprano cuando mínimo nos da hambre. Y nuestra realidad individual ataviada de compromisos a penas nos permite respirar, porque al fin y al cabo hay que cumplir, hay que responder, hay que producir o simplemente satisfacer a los otros que todavía respiran y que esperan siempre algo de nosotros (jefes, madres, padres, novias, novios, esposas, esposos, hijos, amigos, mascotas, etc.).
Y al final, claro está, con cierta vergüenza y resignación muda, se cumple en nosotros el frívolo adagio popular que dice: “el muerto al hoyo y el vivo al baile”. Y el muerto no necesariamente entendido sólo como una persona; también las ilusiones o ideas, como el amor por ejemplo, pueden morir. Y a la final, después del debido duelo que se haga a nuestros “muertos”, solo queda una cosa por hacer: levántese y siga.
KENNY CRISTIAN DÍAZ BAYONA
kenbetel@gmail.com
QUIJOTE EN BICICLETA
¡Hay que acabar con el mundo! Se decía él mientras iba hacia su casa en bicicleta. En los momentos de tristeza y soledad inmensurables, cuando de antemano le habían recordado que el mundo no coincidía con ese insano amasijo de ideas que las novelas caballerescas le habían arrojado a la cabeza y que nunca llegaría a ser un él real al cual ella pudiera amar o un sí mismo en el que encontrara motivos para no odiarse, en esos momentos, él se proponía acabar con el mundo y se autoproclamaba vengador de su irrealidad.
¡Hay que acabar con el gran verdugo de la realidad! Se decía, cuando era obligado y se obligaba después, a poner los pies sobre la tierra. Entonces se montaba en la bicicleta y con la desazón producida por el sueño interrumpido como combustible, pedaleaba y pedaleaba, sin tocar el suelo. Así con la velocidad, el movimiento y el aire que le golpeteaba el rostro; la calle, los árboles, los perros, los edificios, la gente, en otras palabras, todo lo que resume y compone el mundo, se transformaba en un solo vómito de imágenes en el que no se podía distinguir nada y por el cual todo volvía a una génesis de palacios, prados, tigres, ejércitos, reinas, mujeres menesterosas de amor, amigos, fiestas… espejismos a su antojo. De este modo, él se extraía de la realidad y ésta parecía fallecer en el pequeño big bang de bicicleta durante los diez minutos que tardaba en regresar a su casa.
No obstante las mil veces que había intentado acabar con el mundo, mil y una veces éste se había regenerado. Con el tiempo y el esfuerzo, sus piernas de anciano y su corazón con cadencia de redonda no dieron más, además su vieja bicicleta andaba ya sin frenos y con los rines por llantas. Pensó entonces que si no había podido acabar con el mundo era porque tenía la esperanza de reconstruirlo, sin embargo, reconstruir el mundo constituía para él una tarea harto difícil, era un tipo de hazaña digna de un reino de ilusiones enfermas, de viajes y amores realizables sólo al alcance de la letra y la memoria.
Consiguió una bicicleta de motor y armado con casco y rodilleras, cruzó de nuevo el umbral y exclamó:
¡Excusadme Vida Mía por hacerte numen de mis utopías!
EL SERCITO
ELSERCITO 1
Siento la solidez de mi cuerpo, y en él esparcido el ser que me define. Desde el cráneo soy y me defino con cada tramo enervado. Esta masa estriada es lo que soy y es quien escribe. Como un árbol con apariencia de esponja marina, mi “yo” tangible se extiende con raíces extremadamente sensibles hasta el ápice de mis dedos. Soy eso, y no soy eso, porque ese mismo órgano que soy no se totaliza a sí mismo, sin importar que haya ido aprendiendo a concebirse como el epicentro de mi identidad. Aún no me satisfago (o me rehúso a aceptarlo) y genero por tanto otra señal, ya no para que la biomáquina que me contiene tenga sexo, coma o vaya al baño, sino para que sienta allí, a la altura del pecho, desde el estómago hasta la laringe, una sensación de caída constante en un precipicio interno y sin fin; algo que se denomina “vacío existencial”.
Esa es la sensación sufrida por una consciencia1 que no tiene clara su ubicación exacta en el “todo” del individuo del que hace parte. No sabe dónde reside: si en la cabeza, en la masa latiente, vertida en el envase del cuerpo o conectado a este pero flotando en un plano invisible. Según la Ciencia, todas las emociones humanas, como el amor, el odio, el miedo, la ira, la alegría y la tristeza, están controladas por el cerebro. Dado que esto es un hecho estudiado y soportado por evidencias contundentes, toda nuestra personalidad reside entonces allí, y por tanto, aquel órgano con su lenguaje de impulsos eléctricos y todo un coctel químico de neurotransmisores y receptores, nos inventa y nos crea, definiendo lo que somos y como somos. Así, la materia orgánica, frágil y con un final escrito por el apetito de las larvas, los gusanos y las moscas, concibe un ser “inmaterial” que es capaz de proyectarse por sobre el tiempo y el espacio.
Sin embargo es difícil digerir tal idea…la idea de ser sólo eso; que nuestro innato orgullo metafísico se vea delimitado al punto de una masa nerviosa, cuando tenemos miles de años de concebirnos como seres expandidos en el cosmos, casi al punto de la inmortalidad, con los ojos puestos en los cielos y elevando nuestra existencia a otro plano, que aunque invisible e intangible, creemos más absoluto que este. De esto se han encargado muy bien todos los dogmas místicos, los cuales hemos engendrado a partir de nuestros “vacíos existenciales”, nuestra ignorancia y nuestros temores, especialmente a la muerte. De esto se siguen alimentando, aún en nuestra era de robots y máquinas autónomas, y se alimentarán hasta que llegue el día en que todos los misterios sean aterrizados por explicaciones sólidas. Así nos vamos yendo hasta perder el miedo y quedar desnudos de tabús y libres de juicios sin soporte práctico, tal vez al punto de perder nuestra esencia humana o reinventarnos en otro tipo de conciencia2, como de hecho ya está sucediendo.
He llegado a pensar que nuestra consciencia, es en realidad un ser diminuto sentado en el interior de esa masa encefálica que le sirve de centro de comando. Es ese sercito inmaterial del “yo”, el que interactúa con el entorno, haciendo uso del cuerpo en el que haya despertado, y se va sumergiendo así en esta realidad a medida que experimenta el evento de la “existencia”, hasta el día en que su elaborada biomáquina deja de funcionar. Sucedido esto, toda esa estructura biológica con huesos como vigas, ligamentos como alambres, órganos como sistemas especializados, nervios como circuitos, sangre como fluido funcional y compuestos químicos como reguladores, se descompone hasta elementos fundamentales (carbono, nitrógeno, hidrógeno, oxígeno, etc.) y sabrá quién sabe quién a dónde va a parar el sercito aquel.
Hasta que la muerte nos separe, el sercito aquel que somos, controla su carnoso aparatejo, a la vez que este también lo altera y descontrola; una admirable asociación simbiótica, a veces armoniosa, y a veces caótica, entre el “yo” intangible y el cuerpo palpable. Una fusión majestuosa, a veces total, a veces parcial, entre el mundo de las ideas y el de la biología. Un matrimonio (con sus lunas de miel y sus divorcios), donde la ley del cuerpo es la de los instintos, y la de la consciencia, cualquiera que inevitablemente haya adquirido el individuo debido a la exposición a influencias de tipo social (familiares, culturales, morales o religiosas), o por elección propia, o inclusive por invención de parámetros inéditos, a veces exóticos o poco convencionales, en comparación a la conciencia colectiva que establece qué es, o qué no es lo “normal”. Como pueden ver, es más simple determinar lo que rige nuestra dimensión biológica, que precisar los múltiples efectores que nos confieren identidad, personalidad y por consiguiente individualidad. En cualquier caso, el producto final arrojado al mundo, es la suma de un cuerpo y de un “yo” intangible; eso es lo que nos encontramos realmente en el prójimo toooodos lo días, y en nosotros mismos cuando nos vemos al espejo.
Siento la solidez de mi cuerpo, y en él esparcido un ser que se define desde la subjetividad. Es más veraz la manzana del árbol cayendo, que mi propio “yo” mutable, fabricado por otros y por mí, que flota en el invisible mundo de las ideas y de las convenciones y que a veces se asoma a este mundo sólido a través de la acción corpórea. En este mismo cuerpo que tengo, podrían haber habitado mil “Kennys” distintos, si mi cerebro se hubiera desarrollado mil veces de forma diferente y si factores como mi entorno, mi alimentación, mi salud, mi contexto social y mis vivencias, hubieran sido mezcladas mil veces de forma distinta. Así, el sercito que soy, se lo debo también al azar, o a quien sea que mezcla todos los factores y decide por nosotros cómo perfilar un nuevo ser humano.
1 Me permito la invención y uso de esta palabra a falta de un término en diminutivo para la palabra “SER”.
2 Consciencia con “S” es el conocimiento de sí mismo. La consciencia define al ser. Se es consciente de sí mismo y de lo que nos rodea con base a lo que uno es. Otra definición es la que asocia la consciencia a un estado de unión con la vida universal. Es una expansión continua, igual que el universo.
3. Conciencia con “C” es el conocimiento de lo que nos rodea, con base a los órganos de los sentidos. En sentido moral, el cual se emplea aquí, conciencia es la “capacidad de distinguir entre el bien y el mal” (el Pepe Grillo de Pinocho). Así, cabe en contextos como: “tener mala conciencia”, “remordimiento de conciencia”, “no tener conciencia”, etc.
KENNY CRISTIAN DÍAZ BAYONA
kenbetel@gmail.com
EN UN PAÍS NO MUY LEJANO
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Por: Ángela Rojo. |
Por:
Daniel Arango
Cápsulas de pensamiento
· El romántico persigue el ideal de la belleza (la verdad), porque sabe que hay una verdad.
· El moderno persigue el ideal de la ilusión, sabe que existen los engaños y que éstos lo conducen a su deseo: la materia.
· La mujer del romántico es inasible, casi que ni existe, se ve con los ojos del alma; la del moderno se puede tocar, por eso ella se hace sus cirugías.
· La mujer romántica no existe, la mujer moderna es un engaño para el hombre: se percibe y se siente mujer, es decir, para ellas y ellos la mujer romántica no existe, en cambio la moderna sólo existe para ellas.
· El moderno persigue el ideal de la ilusión, sabe que existen los engaños y que éstos lo conducen a su deseo: la materia.
· La mujer del romántico es inasible, casi que ni existe, se ve con los ojos del alma; la del moderno se puede tocar, por eso ella se hace sus cirugías.
· La mujer romántica no existe, la mujer moderna es un engaño para el hombre: se percibe y se siente mujer, es decir, para ellas y ellos la mujer romántica no existe, en cambio la moderna sólo existe para ellas.
¿Quién es el Mirmecoleón?
El león-hormiga no se concibe ni a sí mismo ni en alguien, pero si se le piensa existe como símbolo. No se concibe porque no se genera y es fruto metafísico del carnívoro león y la herbívora hormiga; de esta manera se comprende la fisionomía poética del león-hormiga, quién en su primera corporeidad bosteza, duerme y ruge como su padre y en la segunda labora como su madre. Las preguntas sugerentes y subsiguientes a la esencia del híbrido pueden entrañar algo de bizarro o de un coloquialismo grosero, tales como: ¿a cuál mitad corresponde el estómago? Su muerte por inanición, debida a su incapacidad de digerir la carne o las hierbas, da una evidencia de que éste no tiene barriga; se ha experimentado en numerosas ocasiones, incluso de relaciones maritales, que es más consecuente y por lo tanto un trabajo más simple el unificar una idea polarizada de lo mismo acerca de una especificidad que unificar dos contradichos estomacales, por la sencilla razón gastronómica de que, así como el limón corta a la leche, hierba mala raja carne o carne rancia pudre hierba; independientemente de cuál razón impere, lo inevitable es la desacralización de la cagada, sea ya por desfloración del intestino, ya porque éste se rompió. Alejándose un tanto del ser fantástico y entrando en el terreno de lo humano, se hace una inquisición correspondiente a la naturaleza del artista: bien es sabido que al momento del ritual lo precede la imperiosa y prístina necesidad del encuentro, y a tal motivo es al que se sacraliza, así, la primera letra escrita por el infante le representa un gran avance en su crecimiento, luego su ritual es la escritura, luego el pensamiento y finalmente los aprehende e incorpora a su desarrollo vital; de igual modo opera la desacralización de su necesidad fisiológica, culmina en diarrea: cada ciertos minutos su cuerpo se devora y se expulsa, igual al artista, al que busca lo bello; por ello es recurrente el decir que todo artista se conoce en su letrina.
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Ilustración por: Diego Vélez |
Inventabilidad: Las Artimañas de la elisión verbal. Elisión 1
Ahí arribita, mijo, trastornando a la casa, queda el ventiadero, sí, también es una venta de mecato y golosinas, pasabocas le dicen otros, chucherías, yo. “El ventorrillo”, como le puse, está al pie, ahí juntito, de la carretera por donde pasan los camiones, enormes, esos que lo despiertan y asustan por la noche con sus estruendos y bocanadas de humo; los que serían ballenas, como dice, si viviéramos en un mar de humo; pero como vivimos en tierra de humo, son elefantes que ya no saben reír porque tienen los pulmones carbonizados; elefantes montañeros, como dice. Ahí arribita en “el ventorrillo”, llegan los camioneros (otro tipo de elefantes, piensa uno siguiéndole la corriente) y piden comida…Mijo, venga subamos para que vea, venga lo cargo no se vaya a caer y me gano un madrazo, venga le muestro “el ventorrillo”, allá está Dani, su hermano mayor, pero no es tan mayor y el dice que está viejo, ni siquiera tiene barba; la otra vez me preguntó si yo sabía qué era lo inventable, ay mijito, que por qué (y pensé si no era culpa del televisor que anda diciendo tanta carajada y maleducando a los niños… pero su mamá dice que ahí tienen, ese aparato, para entretenerse y reírse todo el día; y ella puede hacer el destino), que porque eso dice, dice dónde, ahí, vea. Entonces leí, pero no: no mijo, ahí dice i-ne-vi-ta-ble, pero me contestó; no mijo, lea bien, vea: las i-ne-vi-ta-bles necesidades de las estrellas… ¡usted qué hace leyendo esas chucherías…! Mejor vístase que nos vamos para el ventorrillo y déjese de pendejadas. Así le dije al muy imberbe. Venga pues, subamos, yo lo cargo, allá está Dani; para que jueguen un rato y se destete de esa televisión.
¿Quién es Arimaspo?
Monóculo Arimaspo no existe pero la necesidad de precisarlo se hace por conveniencia. Cada mañana urde diferentes tramas para capturar el oro que hay en el jardín de don Grifo, le parece injusto tanto oro en un lado del solar y que en el suyo haya un pelado lleno de arena y cemento. Mueve entonces la pestaña y se ondea ésta con ternura a cualquier movimiento del párpado. Hay quienes dicen que nunca llora, sólo de niño una vez lo hizo, sin embargo quienes lo presenciaron no pudieron definir, o no se percataron, por cual lado del ojo salían sus lágrimas. A partir de esta cuestión algunos afirman que Arimaspo ve la realidad corrida hacia la derecha, es decir, hacia la derecha de él; entonces es porque llora por el lado izquierdo del ojo, sin embargo otros afirman lo contrario, que sus lágrimas son diestras. En su pedazo de solar, Arimaspo suele hacerse por las tardes, saca su escritorio y dibuja inverosímiles piezas de perspectiva. Pero no acucia esto principalmente a tal. Su pensar acude constantemente a la estratagema precisa para capturar el oro que hay en el otro pedazo del solar. Debe saltar la cerca sin hacer ningún tipo de ruido, luego debe buscarlo, es obvio que el oro no está asoleándose, ni mucho menos exhibiéndose para que cualquiera lo vea. No. El tesoro en algún lugar del jardín está, y Arimaspo sabe de tal porque a don Grifo, entre charla y charla, se le han escapado ciertos comentarios, ciertos gestos, que lo develan. Pero acaso es don Grifo tan tonto como para ponerse en evidencia frente a su vecino monóculo. Sí, Monóculo Arimaspo tiene un único ojo, pero en lo demás es hombre, piensa don Grifo, hay que mantenerle una ilusión, aunque esta sea vacía. Aunque aquí no halla oro, él debe creer tal cosa. Su búsqueda lo ha topado con enormes misterios, pero está enceguecido, ha visto preciosas joyas, valiosos monumentos, espectaculares artefactos, todo esto enterrado en el solar de don Grifo. Arimaspo tantea el terreno y al tiempo trata de descifrar el enigma de esta frase, tan cotidiana en su época: no todo lo que brilla es oro, aunque caiga en ojo tuerto.
26 de febrero de 2012
- Fabulosas Correspondencias -
Querida ave, me ha sido imposible aventajarla en su vuelo, a pesar de sus clases teóricas acerca de cómo despegar las patas de la tierra manteniendo la boca a la altura de las hierbas, sigo atado a los senderos maltrechos en los que siempre me he desperdigado. Deseo y he intentado navegar por los cielos de este pensamiento divino, de esta creación magnífica que a veces siento sacada de un cuento ficcional e inverosímil. Pero no me es dado reconocerme como una falacia, pues día a día me siento real, casi una verdad. Ya verás los diferentes métodos y máquinas ingeniadas por mí para alzar vuelo; antes debo confesarle lo difícil de mantenerse en pie cuando uno desea abrir las alas de la cabeza, pero cómo surcar el viento cuando a duras penas se puede patalear. Señora ave, vea a mis intenciones de aprender de usted como una loa a su inmensurable locuacidad, a su inenarrable carcajada y a sus destellos de ingenio en momentos de oscuridad. Ya no soy chico, un polluelo diría usted. Han crecido mis pensamientos y con ellos mis intenciones. Mi mente se ha abierto, sus alas también, no sus piernas. Véame pues, ave: primero me tiré de varios árboles de diferentes alturas con un planeador sobre mi cabeza; también me arrojé al vacío desde ese peñasco donde la otra noche miramos la luna, armé cuatro hélices y las instalé en mis extremidades. Soñé que volaba. Pero lo más parecido fue cuando nadé en el lago la otra noche, después de que charlamos un par de horas, ese sí fue un viaje. Luego le susurré que usted era una volada, porque así como es, tremendos viajes se ha hecho; tremendos paseos los que me ha contado. Como el del cementerio indígena, o el de los dos fantasmas filósofos texanos que discutían sobre la sustancia y lo etéreo; o aquella ocasión que me habló de esos homúnculos gaseosos que se abatían por una lámpara de cobre. Debo reconocer que es un ejemplo para mí, no olvidaré esa noche cuando entramos en la casa abandonada y de repente usted se paró en frente mío. Vi la luz de la luna que entraba por la ventana y reposaba en su silueta; usted parada en una pata sostenía su enorme cuerpo lleno de grasa y plumas, la otra pata sostenía el pucho, que de a pocos llevaba a su pico. Me quedo con esa imagen suya, en la penumbra la observaba volar, su silueta enmarcada en la ventana es mi mejor recuerdo de todos sus vuelos. Es más, aún recuerdo sus palabras, aquellas que reiteraba cuando alejaba el pucho de su pico, aquellas que aún responden a todas mis preguntas metafísicas y existenciales: aquel viejo lo dijo, solo soy cuando nada soy.
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