¡Hay que acabar con el mundo! Se decía él mientras iba hacia su casa en bicicleta. En los momentos de tristeza y soledad inmensurables, cuando de antemano le habían recordado que el mundo no coincidía con ese insano amasijo de ideas que las novelas caballerescas le habían arrojado a la cabeza y que nunca llegaría a ser un él real al cual ella pudiera amar o un sí mismo en el que encontrara motivos para no odiarse, en esos momentos, él se proponía acabar con el mundo y se autoproclamaba vengador de su irrealidad.
¡Hay que acabar con el gran verdugo de la realidad! Se decía, cuando era obligado y se obligaba después, a poner los pies sobre la tierra. Entonces se montaba en la bicicleta y con la desazón producida por el sueño interrumpido como combustible, pedaleaba y pedaleaba, sin tocar el suelo. Así con la velocidad, el movimiento y el aire que le golpeteaba el rostro; la calle, los árboles, los perros, los edificios, la gente, en otras palabras, todo lo que resume y compone el mundo, se transformaba en un solo vómito de imágenes en el que no se podía distinguir nada y por el cual todo volvía a una génesis de palacios, prados, tigres, ejércitos, reinas, mujeres menesterosas de amor, amigos, fiestas… espejismos a su antojo. De este modo, él se extraía de la realidad y ésta parecía fallecer en el pequeño big bang de bicicleta durante los diez minutos que tardaba en regresar a su casa.
No obstante las mil veces que había intentado acabar con el mundo, mil y una veces éste se había regenerado. Con el tiempo y el esfuerzo, sus piernas de anciano y su corazón con cadencia de redonda no dieron más, además su vieja bicicleta andaba ya sin frenos y con los rines por llantas. Pensó entonces que si no había podido acabar con el mundo era porque tenía la esperanza de reconstruirlo, sin embargo, reconstruir el mundo constituía para él una tarea harto difícil, era un tipo de hazaña digna de un reino de ilusiones enfermas, de viajes y amores realizables sólo al alcance de la letra y la memoria.
Consiguió una bicicleta de motor y armado con casco y rodilleras, cruzó de nuevo el umbral y exclamó:
¡Excusadme Vida Mía por hacerte numen de mis utopías!
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