RELATO DE UN EVENTO CON APLICACIÓN GENERAL
Muere un ser querido, el ser querido de alguien…un extraño mío. Tendido en la calle como si cualquier cosa, con un trapo rojo sobre su inexistente cabeza que yace por pedazos indefinidos e irreconocibles sobre la regional. Muere dando un estrepitoso y rojizo espectáculo sobre la calle, abrazando con un brazo mal dispuesto lo único que pudo en su último y fugaz momento: una moto azul, amiga, vehículo y último aposento. Así, dándose cuenta solo por un infinitesimal momento, dejó este plano de “biomáquinas” conscientes y ofreció al público rodante y bípedo un espectáculo de horror, sorpresa, silencio, morbo, repugnancia y lamentación.
A mi me recordó lo frágiles que son nuestros cuerpos, cálices blandos, rojos, fluidos, nervados y vertebrados de nuestra consciencia. A los motorizados les quedó una imagen “viva” de los riesgos que se corren cuando se vuela confiándole la vida a una máquina. A los transeúntes curiosos se les revolvió el estomago por retar su capacidad mental de tolerar estímulos tan intensos asociados al asco. A pasajeros del bus rojo de caldas, en el cual viajaba yo, se les volteó la cabeza ante la radiación insoportable de un cuerpo decapitado, esquivando así el estimulo vermífugo y emético. Otros, se atrevieron a mirar, y entre esos yo, que si no fuera por eso no estuviera ni reflexionando ni escribiendo esto.
Al bajarme un poco más adelante en botero soto, pagué mi pasaje al conductor, y este me devolvió mal. Doscientos pesos le faltaron, pero su mano y su voz temblorosa, me dejaron en claro que no se encontraba muy estable como para pensar en doscientos miserables pesos, y así se esfumó cualquier impulso de reclamo. Y es que a todos nos aturde encontrarnos de choque con la volatilidad de nuestra existencia, materializada en la tragedia de la muerte, tanto más cuando es espantosa y carente de la forma que concebimos como digna.
Una vez sobre la calle, debí dirigirme hacia mi lugar de trabajo, sin tiempo para detenerme a digerir lo sucedido y regalarme un momento para sentarme pensativo, y solidarizarme con el fallecido por lo menos a través de una tristeza o una depresión amiga. De seguro no solo yo, sino todos los pasajeros que viajaban en pro de una responsabilidad, debieron haberse sentido de manera semejante. Un poco de indiferencia obligada bajo la presión de cada realidad individual, invadida por los deberes y necesidades propias, que ante el funesto evento observado, debieron parecer ridículas y falaces.
Esta maquinaria imponente de la existencia, emana con fuerza sobrehumana vientos ineludibles, y no respeta muertes, enfermedades, divorcios, crímenes, abandonos, corazones rotos o tragedias de cualquier tipo, sin importar la intensidad que tengan. Nuestras necesidades biológicas no entienden de eventos y tarde que temprano cuando mínimo nos da hambre. Y nuestra realidad individual ataviada de compromisos a penas nos permite respirar, porque al fin y al cabo hay que cumplir, hay que responder, hay que producir o simplemente satisfacer a los otros que todavía respiran y que esperan siempre algo de nosotros (jefes, madres, padres, novias, novios, esposas, esposos, hijos, amigos, mascotas, etc.).
Y al final, claro está, con cierta vergüenza y resignación muda, se cumple en nosotros el frívolo adagio popular que dice: “el muerto al hoyo y el vivo al baile”. Y el muerto no necesariamente entendido sólo como una persona; también las ilusiones o ideas, como el amor por ejemplo, pueden morir. Y a la final, después del debido duelo que se haga a nuestros “muertos”, solo queda una cosa por hacer: levántese y siga.
A mi me recordó lo frágiles que son nuestros cuerpos, cálices blandos, rojos, fluidos, nervados y vertebrados de nuestra consciencia. A los motorizados les quedó una imagen “viva” de los riesgos que se corren cuando se vuela confiándole la vida a una máquina. A los transeúntes curiosos se les revolvió el estomago por retar su capacidad mental de tolerar estímulos tan intensos asociados al asco. A pasajeros del bus rojo de caldas, en el cual viajaba yo, se les volteó la cabeza ante la radiación insoportable de un cuerpo decapitado, esquivando así el estimulo vermífugo y emético. Otros, se atrevieron a mirar, y entre esos yo, que si no fuera por eso no estuviera ni reflexionando ni escribiendo esto.
Al bajarme un poco más adelante en botero soto, pagué mi pasaje al conductor, y este me devolvió mal. Doscientos pesos le faltaron, pero su mano y su voz temblorosa, me dejaron en claro que no se encontraba muy estable como para pensar en doscientos miserables pesos, y así se esfumó cualquier impulso de reclamo. Y es que a todos nos aturde encontrarnos de choque con la volatilidad de nuestra existencia, materializada en la tragedia de la muerte, tanto más cuando es espantosa y carente de la forma que concebimos como digna.
Una vez sobre la calle, debí dirigirme hacia mi lugar de trabajo, sin tiempo para detenerme a digerir lo sucedido y regalarme un momento para sentarme pensativo, y solidarizarme con el fallecido por lo menos a través de una tristeza o una depresión amiga. De seguro no solo yo, sino todos los pasajeros que viajaban en pro de una responsabilidad, debieron haberse sentido de manera semejante. Un poco de indiferencia obligada bajo la presión de cada realidad individual, invadida por los deberes y necesidades propias, que ante el funesto evento observado, debieron parecer ridículas y falaces.
Esta maquinaria imponente de la existencia, emana con fuerza sobrehumana vientos ineludibles, y no respeta muertes, enfermedades, divorcios, crímenes, abandonos, corazones rotos o tragedias de cualquier tipo, sin importar la intensidad que tengan. Nuestras necesidades biológicas no entienden de eventos y tarde que temprano cuando mínimo nos da hambre. Y nuestra realidad individual ataviada de compromisos a penas nos permite respirar, porque al fin y al cabo hay que cumplir, hay que responder, hay que producir o simplemente satisfacer a los otros que todavía respiran y que esperan siempre algo de nosotros (jefes, madres, padres, novias, novios, esposas, esposos, hijos, amigos, mascotas, etc.).
Y al final, claro está, con cierta vergüenza y resignación muda, se cumple en nosotros el frívolo adagio popular que dice: “el muerto al hoyo y el vivo al baile”. Y el muerto no necesariamente entendido sólo como una persona; también las ilusiones o ideas, como el amor por ejemplo, pueden morir. Y a la final, después del debido duelo que se haga a nuestros “muertos”, solo queda una cosa por hacer: levántese y siga.
KENNY CRISTIAN DÍAZ BAYONA
kenbetel@gmail.com
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